“Si los mejillones fueran caros, la gente se los quitaría de las manos y llegaría a matar por ellos”, decía siempre Dámaso Freire, un ilustre asturiano que nunca mostró reparos a ser gallego, o de cualquier otro lugar. Creo que no tenía razón en una cosa: no son tan baratos como parece. Pero sí en otra: como mejor están los mejillones es sin aderezos, solos, sin otra compañía que... otros mejillones.
Por Jorge Silva
Me he tomado la molestia de estimar la proporción comestible neta sobre el peso total, y resulta que los mejillones no son en realidad tan asequibles. Dado que junto a los pasajeros tenemos que adquirir un montón de vistosas, pesadas y desechables carrocerías de carbonato cálcico, los inocentes mejillones, cenicientas de la pescadería, son en realidad un pequeño lujo. Son un lujo, de hecho, con independencia de su precio.
Hoy tenemos disponibles muchos pescados y mariscos de cultivo que dan buen resultado. Algunos, como los del estero gaditano, son fundamentalmente mejores que los capturados en mar abierto, por razones que otro día evocaremos. Y hay una acuicultura moderna que no utiliza piensos ni técnicas agresivas, sino los propios recursos nutrientes del mar, gracias a un régimen de cría en libertad vigilada.
Con las excepciones de rigor -el genuino y escaso mejillón de roca- los mejillones son por naturaleza productos ideales para el cultivo organizado. Son de granja pero también podrían considerarse salvajes. Porque aquí lo de salvajes choca un poco de frente con la escasa movilidad del bicho, que se encuentra muy cómodo y crece tan contento suspendido de la cuerda en la batea, sin barruntar que ese hogar es en realidad su jaula.
El acuicultor coloca las huevas en la liana y los mejillones (como también las ostras de batea) van creciendo a su ritmo, libres de mayor preocupación, alimentados por los nutrientes de la ría, en su constante vaivén. Los de primera línea comen más, parece, pero el coro de mejillones engorda por igual según lo previsto y, a medida que el personal de la batea lo considera oportuno, se extraen sin mayor trámite para su depuración, limpieza y puesta en el mercado. El proceso es continuo, y muy reconfortante.
Galicia produce una proporción abrumadora de los mejillones que se consumen en todo el mundo, con una calidad sólo igualada por los procedentes del Atlántico Norte, y sin punto de comparación con los del hemisferio sur, y en particular los del Pacífico. Si hacemos una cata somera, la calidad de un mejillón gallego sólo tiene contendientes de aprecio en los que vienen de Normandía, o de determinados puntos de la costa escocesa. En particular los pequeños mejillones normandos dejan un caldo insuperable, que podemos beber a sorbos y funciona de maravilla como base para elaborar un buen fumet.
En contra de lo que practican con fruición en el norte de Europa, el tratamiento más respetuoso de unos buenos mejillones es hacerlos al natural, en su propio jugo o, por decirlo así en plan técnico, al vapor. Están listos para comer en un periquete, en cuando tiembla la tapa de la cazuela.
Ahí viene una de las confusiones. Para cocinar unos mejillones al vapor, uno se imagina que para conseguir ese vapor hará falta agua. Y como es lógico, uno se pregunta: agua, sí, pero ¿cuánta?
Pues ninguna. La cantidad de agua que es necesaria para abrir y cocinar unos mejillones al vapor es cero. Lo mismo ocurre con la sal. La menor dosis de sal será demasiada sal, tal y como ocurre al cocinar calamares. Los mejillones tienen la suya propia. Vienen ya preparados para ponerse al fuego, con toda la sal y el agua que necesitan (demasiada incluso). Todo lo más, un par de hojas de laurel y un toque de pimienta, pero por ponerles algo, o por si alguien tiene de pronto reparo en despachar al fuego sin miramientos esa pandilla de acorazados. Pues el mundo de las manías es extensísimo e inexplicable.
Qué decir del resto de aditivos impropios del que tanto predicamiento gozan en Bélgica, Alemania y algunas regiones de Francia... El famoso vino blanco, o el licor de pera, por ejemplo. ¿A quién se le ocurre? El tiempo que necesitaríamos para eliminar los vapores alcohólicos será siempre superior al tiempo que los mejillones necesitan para abrirse y estar listos. Esto descarta sin más explicaciones el uso de ese chorro de vino blanco que muchas cocinas preconizan para preparar este inquilino de la roca y la batea.
En materia de adulteraciones, yo mismo practiqué una de esas chifladuras, una manía que duró años y se originó en una confusión. Con las prisas y por hacer las cosas un poco a lo loco, espolvoreé un poco de canela sobre los mejillones, en vez del pellizco de pimienta que pensaba utilizar. No puedo decir que estuvieran exactamente muy buenos; pero tampoco estaban del todo mal. Muy originales, desde luego. Quiso el destino que unos invitados encontraran feliz e inspiradísima la confusión: que si “hay que ver qué toque tan exótico”, que si “cómo es que esto no se le había ocurrido a nadie antes...”, todas esas tonterías que te ponen en manos de la vanidad y ahí es donde te despeñas. En fin, que estuve poniendo canela en los mejillones más veces de las necesarias. Hasta llegué a un compromiso aceptable entre canela y pimienta, a veces con un pellizco de esa fórmula comercial que tomamos por curry.
Pero se acabó. Estoy limpio: hoy puedo decir que no he vuelto a ponerles nada a los mejillones. Porque en realidad todos esos experimentos chocan de frente con la convicción de que estos bivalvos en particular, y casi todos los demás en general, tienen tal categoría y tanta personalidad que no necesitan apoyo ni comparsa de ninguna clase. Mirad los belgas, con qué poco respeto y miramiento destruyen cazuelas enteras de mejillones ¿Para qué? Sé algunas respuestas, pero no voy a seguir aquí donde lo dejó el nunca bien ponderado Gaspar de Guzmán.
Una vez colmado nuestro apetito de mejillones al natural, que es como mejor podemos reconocer y alabar su condición de alimento excelso, caben otras interpretaciones. Una es el escabeche, sobre el que algún día hablaremos, pues es asignatura pendiente. Y si terminamos también un poco cansados de esta fórmula, que nace como recurso de conservación y con el tiempo se convierte en una especialidad en sí misma, siempre podemos enredar a partir de esos mejillones en escabeche para concebir otras preparaciones no menos interesantes, cuando no verdaderamente honorables.
Es el caso del paté de mejillones en escabeche, una de cuyas mejores interpretaciones nos la ofrecía Sergio Fernández, el cocinero profesional más simpático de cuantos aparecen en la tele, en un episodio de su magnífico “Cocinamos contigo” (Canal Cocina). El mago de Vicálvaro, a partir de la sugerencia de un seguidor del programa, elaboraba un paté batiendo idéntica cantidad de mejillones en escabeche y queso fresco, que después asentaba un rato en el frigorífico. Con este paté caben cientos de interpretaciones. Sergio Fernández sugería una lasaña, que intercala el paté con algas y patatas fritas de bolsa, en un homenaje a las tardes de parque de su juventud.
Decía no obstante que hay razones de sobra para conformarse con los mejillones solos, al natural, ese regalo que apenas necesita unos minutos al fuego, sin más ingredientes. Y hay un motivo fundamental para no mancillar mejillones con añadidos voraces e irrespetuosos: Galicia. Si por una de esas cosas de la buena suerte tienes la oportunidad de comerte unos mejillones en plena ría mientras se pone el sol, no la desdeñes. Hay propietarios de bateas que ofrecen esa posibilidad: comerse unos mejillones recién cosechados, y cocinados al fuego de un soplete de propano industrial, en uno de esos viveros flotantes que adornan las Rías Baixas. La silla será plegable, el mantel de poca monta y la carta de vinos menos extensa de lo que a muchos parece imprescindible, pero unos mejillones aún calientes en una batea... eso es exactamente el lujo.
Links de interés:
Sergio Fernández (por ese paté de mejillones en escabeche y tantas otras recetas de Cocinamos contigo)
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