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Foto del escritorLa cocina de Bárbara

En su tinta

¿En la tinta de quién? Está claro que hablamos de los calamares, de las sepias y chipirones, qué otra cosa comestible tiene tinta... Bien mirado, tienen tinta también los pulpos, esos seres huidizos que se encuentran entre los más inteligentes del planeta. Y la utilizan para lo mismo, para confundir y evadirse, pero la tienen en menor cantidad, y por esta u otra razón que se nos escapa, no abundan los pulpos entintados. No al menos en “su” tinta. Probé un día un intento no del todo bien conseguido que se servía de tinta de calamar (en palabras de la cocinera), y es tan cierto que aquella tinta no era suya, que el pobre pulpo había perdido casi toda la sutileza del sabor original, engullido por aquella negrura ajena.


Por Jorge Silva


Parece, o al menos así lo refería un buen cocinero vasco, que esta especialidad nació con los chipirones como protagonistas, antes de extenderse a otros parientes y dar lugar a pastas y arroces negros, tan celebrados hoy. Y parece que el impulso original se produjo por el aburrimiento que causaba comerlos a la plancha solos, en salsa verde, a la plancha acompañados, encebollados, o de nuevo en salsa verde, y acaso también por su incontenible abundancia. Personalmente, dudo que llegara a cansarme nunca de comer chipirones, calamares, sepias, chopitos y demás familia. Pero si la abundancia del producto llegara a ser un problema, entendería perfectamente cualquier extravagancia, e inventar esta especie de morcilla de cefalópodos es extravagante.



Cocinar un animal en su grasa, en su sangre o, como aquí, en su tinta, requiere toda esa mala saña que los humanos hemos acumulado subidos en ese péndulo que va de la hambruna a la sobreabundancia, pasando por los placeres del paladar y los esfuerzos, a veces denodados, para ejercitarse en la gula. Cuando el omnívoro se sacia y ve alejarse el peligro de la inanición, a veces se aburre; eso si no le da por la música, la poesía, las artes en general, el deporte o cosas peores. Con frecuencia de ese aburrirse nacen el refinamiento y el deleite en lo vano... hasta que el estómago gorgotea, y entonces, pillados en el arrobo de la simple maldad, muchos pierden las maneras. La lamprea a la bordelesa, el foie gras, la liebre royale o sin ir tan lejos la morcilla de cebolla o arroz son deliciosos exponentes de esa crueldad centenaria que no hace ascos a nada.

Desembocamos así de pronto ante unos calamares frescos, recién comprados, con sus vejigas de tinta indemnes. Estos animales tienen una mirada distraída, como si estuvieran pensando en otra cosa, por lo que es muy difícil adivinar su grado de frescura en los ojos. Un calamar tieso denota exceso de frío en el proceso. Hay calamares que han sido ultracongelados y ya no nos valen para este propósito (sí para otros), pero hay que aceptar el hecho de que todos los calamares que encontramos en el mercado, lejos de una lonja o un puerto, han sido refrigerados, porque se trata de un producto perecedero como pocos. Aceptado esto, un calamar lustroso, de colores bien diferenciados, es una buena pista.


Sólo a la hora de eviscerarlo sabremos si el calamar candidato a la olla era bueno. Si las vejigas de tinta están duras o correosas, mal asunto. Esto tiene remedio si pedimos en la pescadería que nos limpien los calamares y reserven la tinta, pero muchos preferimos hacerlo en casa. Esto tiene sus inconvenientes, como los rigores del ejercicio forense, el olor que se nos quedará en las manos durante horas si no utilizamos guantes y la necesidad de deshacernos inmediatamente de los residuos. Pero tiene varias ventajas decisivas, a saber: desprenderemos las vejigas de tinta sin romperlas, sin desperdiciar un solo gramo; nos desharemos sólo de lo que no nos hará falta en la elaboración; podremos lavar el bicho adecuadamente, ni mucho ni poco, eliminando exclusivamente arena, residuos digestivos, corazones (dos) y demás vísceras...

Llega la hora de la verdad: decapitamos al animal, tirando con decisión de los pies, que reservaremos aparte junto a los tentáculos y el paquete muscular que los mueve. Con un cuchillo bien afilado abrimos el cuerpo, que tiene forma de saco, desde el borde superior hasta el vértice.

Estos cefalópodos misteriosos se encuentran entre los más voraces de la creación. Como verdaderos perros marinos, comen mientras hay comida y son capaces de competir por ello y reventar; en cambio, no tendremos que ponerles nombre, no nos apenará en exceso su fallecimiento y podremos cocinarlos en su propia tinta sin luego tener pesadillas. Dado que comen hasta incluso después de saberse atrapados y en el corredor de la muerte, no es raro encontrar en su estómago toda clase de pequeños peces y crustáceos recién succionados del fondo del mar o a medio digerir...



Todo lo que hay en esa bolsa, a la basura, incluido ese esqueleto transparente tan vistoso que conocemos como pluma. Tiramos suavemente de la membrana que sujeta las vísceras, y adiós muy buenas. El cuerpo vacío se lava entonces con agua fría, pero sin mucho detenimiento ni encono, para no perder sabores. En la pescadería nos quitarían la piel exterior, que es un prodigio de yodo y sabor, y dejarían el cuerpo del calamar blanco como la leche: adiós a sus delicadas, escasas y frágiles esencias. No conviene tampoco retirar las aletas, porque con ellas se iría el mencionado velo fotosensible. Mejor trocearlo todo a nuestro gusto a partir del cuerpo entero, mejor en trozos cuadrados o rectangulares.

De la cabeza se aprovecha casi todo, no sólo los tentáculos y brazos (o pies). Basta con retirar la mandíbula, los ojos, el cerebro y las diversas glándulas y vísceras que pueden quedarse adheridas en la decapitación. Aunque sean más duros y de menor calidad que el resto del cuerpo, también sirven para el guiso el sifón y la base muscular que mueve la cabeza y todo lo demás. Es el precio que la anatomía del calamar paga por tener los pies en la cabeza.

La mayor parte del animal es agua. Pasa con otros, pero el caso del calamar es un escándalo. Por eso merma tanto, por eso termina siendo en la práctica menos asequible que otros productos del mar y por eso también conviene no hacer trozos demasiado pequeños, porque desaparecerán materialmente al cocinarlos... Aquí como en pocos casos, la materia prima es capital. Es casi tan difícil fracasar con unos calamares de calidad, como hacer una filigrana a partir de un producto mediocre o malo. Así que ojo en la elección, y si no acertamos hoy atamos cabos para la próxima.


Los ingredientes:

No es un disparate emplear dos kilos o dos kilos y medio de calamares para cuatro o cinco raciones. Necesitaremos también:

Un par de cebollas medianas

Un tomate grande

Dos hojas de laurel

Tres clavos (¿cuatro?) Si ponemos clavo de más, predominará ese sabor. Si ponemos de menos, o no ponemos, pasará como con la nuez moscada en la bechamel de las croquetas: “¿qué le falta a esto?”

Pimienta negra entera, al gusto

Una guindilla, cayena o chile deshidratado (para los aficionados, dos; para los enemigos del picante, fuera la cayena. No es imprescindible)

Tres dientes de ajo

Perejil a discreción

Una cucharada de pan rallado

Una cucharadita de pimentón dulce ahumado

Un vaso pequeño de agua

Un vaso grande de vino tinto, unos 250/300 ml. Si es bueno, tanto mejor, pero no hace falta un vino excelente. Puede servir vino blanco o vermut seco, pero el color del tinto es un socio ideal en este caso.

Dos cucharadas de harina de trigo (hay una generación de cocineros que para esto utiliza “maizena”)

Tinta de calamar. Bastarán las de los ejemplares que utilicemos si son de calidad. En caso contrario, tampoco pasa nada si tiramos de tinta envasada, que rebajará el sabor, consistencia y color del añadido, pero una emergencia es una emergencia.

Aceite de oliva

¿Sal? Nada de sal suele ser una cantidad suficiente. Es raro, pero es así.

Al ataque

Para que no nos pille el toro, conviene picar la cebolla antes de que empiece la fiesta. Hay preferencias de todo tipo en el estilo de corte. En este caso prefiero la cebolla muy fina, cortada disciplinadamente. Debería desintegrarse en el proceso y no robar protagonismo a la textura del cefalópodo.

Metidos en la faena, troceamos muy fino el tomate. Uno grande o dos pequeños estará bien. Imprescindible que sea tomate lleno, maduro y de calidad.

En una olla grande ponemos a calentar el aceite. Que cubra casi del todo el fondo, pero poco más, porque un exceso de aceite hará una salsa difícil de homogeneizar. Podemos ir echando el laurel, para que se caliente y cuando haya temperatura se dore. Es el momento de incorporar la pimienta, la cayena y el clavo, y antes de que se doren ponemos la cebolla, que freiremos a fuego fuerte, removiendo con ganas. Cuando empiece a hacerse un poco transparente, incorporamos el calamar troceado y casi inmediatamente después el tomate. Removemos y después de tres o cuatro minutos bajamos el fuego.

Es el tiempo que necesitamos para triturar en el mortero los ajos y el perejil, utilizando como ligante el pan rallado. Vendría de perlas un pellizco de sal gorda, pero la sal es un riesgo innecesario para los calamares, porque podría arruinar el leve dulzor yodado de la tinta, potenciado después por el vino. Aclaramos el mortero con un poco de agua y vertemos el majado en la olla. Removemos todo de nuevo.



Cuando los calamares se contraen un poco llega el momento de añadir el pimentón y el vino tinto y continuar la cocción a fuego medio. Si cocinamos a presión, 15 minutos a fuego moderado-medio serán suficientes para que los sabores se combinen y desaparezca el alcohol. En olla atmosférica, el arco está entre 30 y 45 minutos, aunque no está de más probar de cuando en cuando un tentáculo y si está tierno es que el proceso se acerca al final.

Llega aquí el punto culminante y la clave del éxito, junto a la mencionada calidad de la materia prima: el entintado. Los más indolentes echarán la tinta envasada, removerán y voilà: ¡calamares en su tinta! El entintado es bastante más que eso. Una vez retirada la olla del fuego, lo que tenemos es una marejada de calamares más bien tristes, de color parduzco apagado, tal vez rojizo y sin buena ligazón. Es el momento de encenderlos, de darles color, lustre y consistencia.

Ponemos en el mortero las tintas, la harina y un poco de agua. Con la mano del mortero deshacemos las vejigas de tinta hasta extraer la última gota y amasamos todo con la harina. Necesitaremos ahora un bol donde quepa bien un colador pequeño semi-sumergido. Llenamos el bol con parte del líquido de la cocción y echamos en el colador el contenido del mortero. Seguimos trabajando esa masa hasta que el contenido de tinta y la harina se disuelvan en la parte líquida. Sacamos el colador para seguir machacando las tintas, volvemos a sumergirlo... lo sacamos de nuevo, lo sumergimos... todo eso sin parar de aplastar los residuos con la mano del mortero, hasta que no queden en el colador más que esas pequeñas membranas que contenían la tinta y todo su color se haya trasladado al guiso. Es importante lavar bien con caldo limpio la mano del mortero y el mortero mismo, porque la tinta se adhiere a todo y todo lo impregna. No es cuestión de desperdiciar ni una gota de este oro negro, porque más que un poderoso colorante, la tinta de calamar aromatiza el resultado como no podrá hacerlo ninguna tinta envasada.




Si los calamares eran buenos y estaban frescos, el contenido de la olla habrá cambiado de color y tendrá una consistencia más viscosa. Si no nos parece suficiente... tinta envasada al canto, pero con un poco de suerte no será necesario.

Cinco minutos más a fuego medio y nuestros flamantes calamares en su tinta (o en la tinta de otros, si no ha habido suerte) estarán hechos. Algo de calor es necesario para eliminar el sabor de la harina cruda y procesar los aromas de la tinta, pero tampoco hay que pasarse porque la consistencia del guiso irá a más y ese proceso es mejor completarlo con el debido reposo.

Como remate de la operación, hay quien engorda el resultado con un par de huevos cocidos, un poco de arroz, o ambas cosas. También unos tacos de pan frito, ésto más discutido, por aquello de añadir una sorpresa crujiente... Lo del huevo es un truco un poco sibilino, que consiste en engañar al tacto -que no al olfato o al gusto- con la textura de la clara, que recuerda vagamente a la del calamar cuando está tierno. Así parece que hay más, pero no hay más. La yema en cambio hace una noble función: oportunamente separada de la clara y aplastada sin miramiento sirve para acentuar la viscosidad.

Por su lado el arroz, que en cualquier caso se serviría aparte, permite aumentar el volumen de la receta sin demasiado coste adicional, y sirve también para acompañar y prolongar el sabor. Aquí el arroz es como el pan en un bocadillo de buen jamón. Más le vale al pan ser de muy buena calidad, y estar aderezado con aceite muy rico, si no queremos que el jamón se nos ponga a llorar entre los dientes.



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