Creo que es un popular cocinero vasco quien decía que “la nevera es un cementerio de verduras”. Tal afirmación, bien certera, venía al caso de la importancia de abastecerse de frutas y verduras con asiduidad, de consumirlas con alegría como parte fundamental de la dieta, antes de que empiecen a perder su lozanía y sus bondades nutrientes.
Por Jorge Silva
Es desesperante encontrar esa cebolla o esa berenjena abandonadas en un rincón, en lo más oscuro y recóndito del frigorífico. Esos restos parecen condenados a un olvido culpable y con frecuencia son además el principio de una cascada bacteriana, que pondrá en peligro el resto de las existencias, con grave deterioro de la economía, el orden y la logística. ¿Y esa naranja o manzana inocentes, que parecen personajes de un bodegón barroco, y que al moverlas revelan hongos y podredumbres? Es inadmisible llegar a ese punto. En algún caso el error tiene aún reparación.
Pues bien: en cierta ocasión, a la vuelta de un viaje, tal y como veníamos temiendo, encontramos una colección de plátanos, manzanas y peras en estado precadavérico, uno de esos casos en que lo más cómodo es tirarlo todo, pero lo más honorable es rescatar lo que buenamente se pueda. Qué olvido inaceptable, de todos modos. ¿No eras tú quien iba a hacerse cargo de...? Pues no, por una razón u otra nadie se hizo cargo de incluir las frutas en el equipaje de mano, y ahí se quedaron, de charla con los hongos.
Resueltos a enmendar el error, ese mismo día inventamos una receta de emergencia que se llamó desde entonces “la de las frutas moribundas”. Una ternera a la que le tocaba ya salir del congelador, cocinada con la parte sana y comestible de unas frutas mutiladas. Una ternera, porque era la carne que estaba en la pole position del congelador. Unas frutas al borde del abismo, porque nos remordía la conciencia logística y decidimos no dedicarlas al compostaje.
Se cumplía así un doble objetivo: rescatar lo comestible de unas frutas malversadas... y sacar de su letargo una carne de vacuno que llevaba ya un mes largo en el congelador. Pues la rotación de los alimentos, incluso los congelados, es inteligente y práctico.
De todos modos, nos vale casi cualquier otra carne, como nos vale fruta perfectamente sana. Entre otras cosas, porque así también utilizaremos cítricos, que cuando están sanos dan a los guisos y salsas una altura soberbia, pero si están tocados es mejor olvidarse de naranjas, limas y limones.
Aunque vale cualquier carne, ese día teníamos una pieza de cantero de cadera de vacuno. Si en la carnicería son amigos, seguro que nos guardan esta pieza. Suelen venderla entera, y pesa entre 1.200 y 1.500 gr. Es una carne algo más costosa que un rabillo de cadera, una babilla o un redondo, pero tiene una consistencia parecida a la del solomillo, a un precio incomparablemente más asequible. Los resultados con el cantero pueden ser excelentes y habrá quien piense que hemos cocinado un solomillo.
Para esta ternera con frutas moribundas necesitaremos:
Cantero de cadera, una pieza (mejor si nos la envuelven en una red)
Harina, la necesaria para rebozar la carne
Aceite de oliva
Laurel, dos hojas grandes
Cebolla, dos piezas medianas
Puerro, uno
Pera, manzana y plátano, una pieza de cada (no necesariamente moribundas)
Tomillo seco, una cucharada
Tomates secos, tres o cuatro si son pequeños
Surtido de pimientas, una cucharada mediana, en grano
Curry, la punta de un cuchillo
Mostaza en grano, una cucharada rasa de las de café
Cayena seca, una (optativo)
Pimentón, una cucharada rasa de las de café
Miel oscura (de bosque), una cucharada rebosante
Sal gorda, una cucharada media, y después al gusto
Vino tinto, dos vasos
Vermout seco, un vaso
Vinagre de vino, una cucharada
Zumo de naranja, un vaso pequeño
Vinagre de frambuesa, un chorro simbólico (optativo)
Foie gras, unos 50 gr
Procedimiento:
La idea es rematar el guiso en olla a presión, así que utilizaremos desde el principio este recipiente a modo de sartén.
Ponemos en la olla un fondo de aceite, que cubra bien la superficie pero no levante mucho más allá de medio dedo de espesor. Si nos quedamos cortos será difícil sellar la carne. Si nos pasamos, el resultado será aceitoso. A fuego fuerte, echamos las dos hojas de laurel, moviéndolo y volteándolo hasta que se dore.
Después de salpimentarla sin demasiadas contemplaciones, rebozamos bien la carne en harina. Varias vueltas, que no quede nada descubierto de harina, e incluso que haga una ligera costra. Reservamos el resto de harina, porque vendrá bien después para espesar. Con el aceite bien caliente y el laurel crepitando, ponemos la carne en la olla. Siempre con el fuego fuerte, para que la carne se selle y conserve en lo posible sus jugos. Esto requiere ir volteando de pocos en pocos grados la pieza, hasta que quede dorada en todo su contorno. Para esto utilizo siempre el tenedor. La herramienta ideal sería una horquilla larga de trinchar, o dos, pero estos artilugios me recuerdan siempre al palacio de Vichy, en especial a las juergas que se habrán celebrado allí mientras la gente las pasaba canutas, cosa que me pone de muy mal humor y entonces se malogra el guiso. Así que mejor con el tenedor. Tampoco es un drama si nos salpica un poco en los dedos el aceite mientras se dora la carne: lo han hecho todas las abuelas del mundo durante siglos y no ha pasado nada.
Sacamos y reservamos la carne. Mejor a una fuente o plato grande, porque el jugo que suelte en la espera lo aprovecharemos después.
Es un buen momento para sacar y desechar el laurel. Mientras el aceite recupera el tono, cortamos las cebollas y el puerro como mejor nos parezca. No se requiere un corte fino, pero sí lo suficiente para que suelte bien sus aromas. Con el fuego fuerte y el aceite enfadado echamos la mitad de la cebolla y la movemos hasta que se dore, al borde mismo de empezar a chamuscarse. Bajamos entonces la intensidad de fuego y ponemos el resto de la cebolla y el puerro troceado, que removemos también y dejamos pochar.
Cuando la última cebolla y el puerro alcancen ese típico tono transparente, subimos la potencia del fuego y, en cuanto el aceite está bien caliente echamos el vermout seco y un poco después el vinagre y la dosis estándar, razonable o prudente de sal, hasta comprobar después el punto. Al remover la mezcla, recorriendo el fondo con una espátula plana, estaremos desglasando la olla y así nos disponemos para la siguiente fase.
Fase que consiste en añadir los aromatizantes, los espirituosos y después las frutas, en el orden siguiente. Primero el tomillo, la pimienta, la cayena (si queremos un toque picante) y la mostaza. También ese pellizco de curry, o lo que en Occidente tomamos por curry, siempre que seamos muy prudentes, porque no se trata de que se note el mencionado genérico de especias, y mucho menos de convertir esta ternera en comida oriental... Es más, en la cuna del curry nos mandarían a la trena si nos pillan cocinando una vaca.
Removemos bien, manteniendo el fuego a potencia media. Añadimos a continuación el vinagre y el vinagre de frambuesa; si hemos elegido este toque aromático tendremos que ser prudentes con la dosis para no pasarnos de dulce, sobre todo si el vinagre no lo hemos fabricado en casa, con frambuesas de verdad. Seguimos removiendo, hasta que le llega el turno al vino tinto, que teñirá la mezcla con su tono cereza oscuro y es la base del color del resultado final, junto al dorado de la primera cebolla. Por eso hay quien llama “salsa rubia” a una variante de esto, con gran acierto.
Si ponemos ya sin dilación la miel, conseguiremos que la glucosa se transforme tan rápido como el vino se transforma a su vez por efecto del calor. Y si el calor no es excesivo, es el momento para añadir también el pimentón, porque así no se quema ni adquiere sabores que no queremos. Tal vez justo a continuación podemos poner los tomates secos troceados finos, si no los habíamos puesto ya junto a los aromatizantes, que es una opción. Si levantamos el vapor y aguzamos el olfato, tal vez notemos que falta precisamente algo de tomillo: en tal caso, adelante, más tomillo. Esta aromática se entiende muy bien con las carnes y es raro que la echemos de más.
Es el momento de incorporar la pieza de carne que teníamos en espera, sin olvidar el jugo que habrá soltado durante ese tiempo. La sumergimos y volteamos, con cuidado para que no pierda demasiada carcasa de harina, esfuerzo bastante inútil porque la perderá casi por completo durante la cocción. Pero hay que trazarse objetivos difíciles. La vaca ya ha puesto de su parte, el resto de la madre tierra también.
Será inevitable que la pieza de carne quede impregnada con trozos de esto y aquello. No hay que molestarse en evitarlo. Tampoco perdamos el tiempo en evitar que las frutas caigan aquí o allá, porque irán finamente troceadas y las habremos echado sin tino sobre el guiso. Todo lo más, echaremos el zumo de naranja por encima y seguramente la gravedad se lleve las partes sólidas hacia el guiso borboteante.
Cerramos la olla y procedemos como de costumbre. Ahí dentro pasarán todas esas cosas que casi nadie comprende, salvo algunos químicos y desde luego los mejores cocineros. Lo cierto es que, respetando las instrucciones básicas y ateniéndonos a la experiencia, una conjunción afortunada de calor y tiempo producirá el milagro. En una olla exprés convencional, 40 minutos al 6 sobre diez de potencia serán suficientes. Hasta 60-80 minutos, si en lugar de esta carne tan singular y agraciada hubiéramos elegido un morcillo del mismo animal, por ejemplo, que es un material exquisito si se le entregan dedicación y tiempo.
Cuando la olla está en condiciones de ser abierta, procedemos. Nada de violentar los tiempos: un enfriamiento natural progresivo hasta que la presión se disipe es mejor que cualquier prisa. Sacamos la carne de la olla y la dejamos enfriar sobre una tabla, hasta que sea más fácil de cortar o filetear; atención a los jugos que seguirá soltando, porque perderlos sería una pena.
Mientras se enfría la carne, cortamos en dados pequeños el foie, lo incorporamos al guiso caliente y removemos hasta que los trozos desaparezcan en el todo. El foie gras le dará al conjunto una especie de aroma trufado, aunque no haya trufa por ningún sitio, y un toque graso muy agradable. Si tenemos tiempo para darle un último hervor, vendrá muy bien incorporar la harina que nos había sobrado de rebozar la carne, o parte de ella. Realmente esto ya está para servir acompañando la carne, pero yo prefiero triturarlo bien con un par de batidoras de mano (dos mejor que una, como en las películas del Oeste) hasta alcanzar una textura cremosa. Ahora ya pasamos todo por un embudo chino y entonces la salsa resultante es una invitación a matarse comiendo pan (si es un semillas de PANIC, mejor).
Me gusta filetear la carne muy fina y sumergirla en la salsa. Si hacemos hervir de nuevo, la salsa mejorará, pero la carne, que en este caso es muy tierna, corre el riesgo de endurecerse un poco, y eso sí que no.
Esto está para comer.
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