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Foto del escritorLa cocina de Bárbara

Salmorejo

Curiosa como otros resultados de la evolución etimológica, la palabra “salmorejo” se presta a infinidad de interpretaciones. Podría ser, como indica el diccionario de la RAE en una de sus acepciones, una “salsa compuesta de agua, vinagre, aceite, sal y pimienta”, es decir, un líquido conservante, y hasta una salmuera, si la proporción de sal lo acredita.


Por Jorge Silva




Pero sabemos que el salmorejo es otra cosa. Más que una especialidad culinaria es casi un estado de la materia, una emulsión en la que el tomate, con o sin ajo, con o sin todo lo demás que dicen cordobeses, murcianos o pacenses, queda atrapado en aceite, y éste embebiendo algo de pan. ¿Pues qué otra cosa podría llevar un pastor en su zurrón, sino pan, tomates y en el mejor de los casos un poco de aceite?

Los grandes guisos marineros arrancan en el barco, en plena faena, donde los ingredientes son pocos, el hambre tan alta como las olas y los procedimientos inmediatos, de escaso protocolo, casi brutales. De ahí la autenticidad y la gloria de muchos de ellos. Le pasa lo mismo a la comida de emergencia en el monte, allí donde no sabemos qué apremio es mayor, si el hambre o la prisa.

Tanto el salmorejo como su primo el gazpacho nacen de esa urgencia y esa gazuza. Primero un revuelto, una ensalada primitiva, luego un majado. Si el pastor o el marinero hubieran tenido a mano un robot de cocina... habrían tenido que inventar otra cosa.

Se dice que esta crema fría tiene su origen en Córdoba. Puede ser cierto, pero más allá del orgullo o el mérito de los cordobeses, parece claro que en el salmorejo confluyen la raíz andalusí y ese fruto rojo que los exploradores españoles del siglo XVI arrancaron en otras raíces. Podría ser una especie de sopa fría de tomate, una ensalada líquida, pero tal vez su rasgo distintivo sea la textura untuosa, que se consigue al emulsionar tomate y aceite. El ajo parece esencial, aunque muchos lo descartan aquí, mientras que otros lo reivindican como inexcusable, aunque en dosis muy prudentes, casi a título de aromatizante. El papel del ajo y el pan parecen sin embargo imprescindibles cuando lo que se quiere obtener es una emulsión, un producto cuya viscosidad regularemos con agua o, puestos en lo mejor, con un poco de hielo.

El pan cumple otra función muy importante, si nos decidimos por la batidora en lugar de eternizarnos con el mortero: ese pan deshidratado que hemos ido acumulando (“no se tira nunca el pan que ha sobrado, que aquí se ha pasado mucha hambre”) provoca erosión en la piel y las semillas del tomate, y eso deja unas partículas de pocas micras que harán innecesario colar el resultado.

Hay dos elaboradores de salmorejo: los que pelan los tomates y cuelan el resultado, y los que no. Yo me apunto al no, porque la piel del tomate contiene carotenos y nutrientes sin los cuales el tomate ya no es concretamente tomate, y también porque esas pequeñas “impurezas” dan textura y autenticidad al producto final. ¿Cuántos kilos de salmorejo tendremos que ingerir para saturar nuestro organismo de plaguicidas y tensioactivos? Muchos, sin duda.



¿Con o sin vinagre?

Pese a tanto entusiasmo por la controversia como abunda, el vinagre es poco importante. Se echa de menos si no está, sobre todo si no hemos utilizado el mejor aceite. Se nota de más si nos excedemos. La linde entre lo uno y lo otro es utilizar vinagre (el mejor posible) sólo en la medida en que no violentemos el toque ácido natural del tomate protagonista. Claro que eso muchas veces lo sabemos sólo cuando ya no tiene remedio, de ahí que en este caso la moderación sea de importancia capital.


¿Con o sin adornos por encima? Ésa es otra, desde luego. Los partidarios de añadir huevo troceado y jamón en tacos o virutas insisten mucho en que este añadido no forma parte de la receta, sino que ES la receta... Está claro que el adorno en cuestión añade sabor y contenido proteínico, pero no es menos cierto que un salmorejo de buenas proporciones y bien ligado llega a ser tal obra de arte que disipa la importancia del atavío. Como ese chorrito de aceite final, que viene muy bien para las fotos pero no añade nada fundamental: aceite ya lleva suficiente.

La gran baza para un buen salmorejo, entendido que en una especialidad tan simple todo cuenta, es utilizar un tomate de calidad. Como para el gazpacho, un buen tomate pera será suficiente. También puede mezclarse con tomate rama, pero valen igualmente unos buenos tomates maduros, siempre que sean muy rojos (y líbrenos el cielo de las anilinas y otros salteadores), muy sabrosos y sobre todo de alta densidad. O sea, elegiremos siempre unos tomates que pesen lo más posible por unidad de volumen, lo que descarta muchas de esas variedades, desgraciadamente frecuentes en el mercado, que se han cultivado a guantazos.



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