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  • Foto del escritorLa cocina de Bárbara

Cecina

Podría considerarse comida de astronauta, si tenemos en cuenta que el uso más reciente para las carnes deshidratadas ha sido ése, dotar a los aviadores del más allá con comestibles sabrosos en sus viajes extraterrestres. Carne deshidratada, liofilizada y envasada al vacío en estuches individuales para alimentar a los grandes viajeros de este siglo y el anterior... Viajeros, todos ellos.

Por Jorge Silva


Fueron los viajes, las grandes migraciones, las prospecciones y los proyectos de exploración el desencadenante de esta manera de conservar los alimentos perecederos para su posterior consumo sobre la marcha. Los viajes, pero también las asperezas de una vida difícil, en la que era necesario conservar el caballo, la cabra, la vaca o cualquier otro animal comestible, en lugar de comérselo entero de golpe. Ocurrió lo mismo con el arte de conservar todo tipo de viandas. La falta de congeladores fue una carencia milagrosa, sin la cual probablemente no habríamos conocido cosas riquísimas. Entre otras, la cecina.


La cecina, en concreto la cecina de León, es para nosotros la reina de las fiestas, con su color cereza y ese ahumado sutil que no devora los aromas. Puede que el borst mongol sea la fórmula más antigua, pero no lo hemos probado. Tampoco la pastirma turca, ni la bresaola, pero sí eso que hacen en Escandinavia cuando sorprenden distraído a un caribú o, dependiendo de la zona, cuando cazan un alce o un reno. No está nada mal, pero la cecina es más rica y refinada.



Aunque deriva de una técnica de conservación parecida, el universal tasajo es recio, hostil y muy salado, más un producto práctico hecho con prisa que una delicadeza. Como otras carnes deshidratadas ha utilizado procedencias variadas. Primero caballo, con el que se elabora el borst en Mongolia, tal vez asno más tarde y por fin vaca. En las películas del Oeste americano, los vaqueros no paran de comer tasajo y mascar tabaco. O tal vez mascan tasajo y rumian tabaco. Acaso ese tasajo es de caballo, que es su vehículo por excelencia y de cuando en cuando este vehículo fallece... pero por qué no tasajo de vaca, que es el material de su oficio.

De Tombstone a Cádiz. En la Plaza de las Flores gaditana está la estatua conmemorativa de Lucio Junio Moderato Columela. “Príncipe de los escritores de agricultura”, subraya el gracejo local. Columela, que además debió ser bastante simpático, porque era de Cádiz, describía ya el proceso de elaboración de la cecina en su compendio sobre el mundo rural “De re rustica”... y eso fue durante el primer siglo del calendario vigente. Otra cita no menos ilustre para el manjar y su origen está sin ir más lejos en el Quijote.

Sobre la cecina, su historia y desarrollo, pueden decirse muchas cosas, algunas tan disparatadas como que se hizo originalmente con carne de jumento, que luego empezó a hacerse de caballo porque abundaban y no había para ellos cometido concreto, que llegó a emplearse el cerdo, algún ave y hasta la liebre... Aquí estamos convencidos de que la cecina se ha fabricado siempre a partir de carne de vacuno, que es como se hace ahora. Y lo cierto es que ya no parece un alimento de emergencia, ni un remedio para la precariedad de viajes interminables e incómodos. Más bien, la cecina es una de las joyas gastronómicas de nuestra cultura. La de León, que constituye una indicación geográfica protegida, es exquisita. En algún obrador se ha desarrollado incluso una delicadeza, no precisamente asequible, elaborada con cebón de raza Wagyu.

Elaboración: el misterio de lo sencillo

La calidad de la carne y la correcta elección de las piezas son la primera piedra del proceso. Sin lo uno y lo otro saldrá cualquier cosa, pero no cecina. José Luis García, maestro chacinero en el obrador del veterano Antonio Martínez, nos cuenta en qué consiste la elaboración de esta delicia:

“Lo primero es utilizar el mejor género, en nuestro caso cuartos traseros de vaca asturiana que tenga buena cantidad de veta o grasa infiltrada en el magro. Cada pierna pesa entre 70 y 80 kg (cuanto más grande mejor) y al deshuesarla obtenemos seis piezas diferentes. Unas se venden en fresco o se utilizan en otros procesos. Para elaborar cecina sólo nos valdrán tres: contra, tapa y babilla.

Antes de empezar el proceso propiamente dicho se arreglan, quitándoles el exceso de grasa o colgajos de carne, para que queden limpias y lisas. De ahí a la sal, donde estarán entre dos y cuatro días, dependiendo del tipo, contenido de grasa y peso de cada pieza. Después del salado, que ajustamos a cada una en concreto, las limpiamos minuciosamente y las lavamos. Y de ahí al secadero, donde se ponen colgadas en carros, sin tocarse entre ellas, y se tienen ahí unos cinco meses a una temperatura de 6ºC y una humedad controlada del 75%.


Tras esta primera etapa, el producto necesita seguir su deshidratación y pasa a otro secadero, esta vez a temperatura ambiente y un aire más seco. Después de tres meses, se sacan de este climatizador y se les da manteca dura, a mano, de forma artesanal, sobre todo en las zonas más sensibles a la mosca (por ejemplo pequeños agujeros donde antes había hueso). Por último se les dan tres o cuatro sesiones de ahumado con madera de roble y se dejan otros tres meses en reposo a temperatura ambiente antes de sacar el producto a la venta”.

Parece que esta técnica de conservación se ha adaptado muy bien al clima característico de la provincia de León. Como vemos, el ritual es sencillo pero estricto. Requiere tiempo, reposo y la mano experta del artesano.

¿Sola o en compañía?

Es un riesgo grande, hijo del apasionamiento y la admiración. La inquietud, pujanza y talento de los cocineros leoneses está a la cabeza en el uso de este material como ingrediente o protagonista de un extenso recetario. Hay hallazgos espectaculares entre sus propuestas, pero la cecina es uno de esos productos que se defienden muy bien solos, y hay unos cuantos.

Junto a recetas afortunadas, que han merecido premios, hay también algún patinazo. Probamos un día en un establecimiento de Madrid un “carpaccio de cecina con aceite de oliva y aroma de trufa” que resultó insulso y sobre todo pretencioso. ¿Qué otra forma hay de presentar la cecina, mejor que sola, en láminas finas, casi transparentes? Por otro lado ¿qué sabor pensaban que aportaría aquel baño de aceite, sin que las sutilezas de ambos productos se hicieran trizas entre sí o se confundieran?

Venía esto a cuento de esa preferencia más bien universal por comer la cecina en compañía, nada más y muy de pasada, de algún fruto seco o algo de pan, preferiblemente pan crujiente (¡picos andaluces!) que no neutralice el perfume de una buena cecina de vacuno. Porque en ese fiambre típicamente leonés encontramos juntos la mirada tierna, los andares cadenciosos y hasta las mismísimas fantasías que este simpático rumiante tendrá en la pradera.


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